-¡Gilipollas!
–gritó mientras descargaba su rabia contra el claxon del coche.
Un
conductor se había metido en la rotonda sin ceder el paso y había provocado que
pegara un frenazo para evitar el choque. Después de una buena ráfaga de luces y
un insistente uso del claxon Alberto tomó su salida de la rotonda, y tras girar
por dos calles y pasar siete baches, aparcó en la entrada de su casa.
Bajó
del coche y abrió la puerta del jardín con la mano que le quedaba libre, la
atravesó y la cerró de un portazo empujándola con la pierna. Mientras avanzaba
por el camino de piedras hacía malabares para buscar con una sola mano la llave
que necesitaba de entre las diez que tenía en todo el llavero.
-No veo
nada ya a estas horas, si algún día consiguiese llegar de día… pero no, el
maldito trabajo siempre es lo primero –gruñía Alberto entre dientes -, siempre
con el puto papeleo de última hora.
Una vez
en la entrada dejó caer la cartera al suelo sin ningún cuidado. Al caer, acabó apoyándose sobre sus zapatos, sobre esos zapatos que le estaban destrozando los
pies últimamente. Con una patada la mandó contra la pared y avanzó hasta el
cajetín que había al lado de la puerta. Al introducir la llave y girarla abrió
la puerta y quedó al descubierto que se encontraba completamente vacío, se
podían ver tres estantes y que los tres tenían una mayor profundidad de la que
parecía a simple vista.
Casi
como un acto reflejo colocó las llaves del coche de empresa en el estante de
abajo a la izquierda, el mismo sitio en el que las dejaba todos los días.
Perdería de vista, al menos en las siguientes nueve horas, al coche con el que
tantos kilómetros hacía al día y con el que siempre acababa metido en algún
tremendo atasco de la ciudad.
Acto
seguido sacó el móvil del bolsillo y vio que parpadeaba una pequeña luz azul,
lo desbloqueó y vio que tenía un nuevo email: “Se adelanta la reunión una hora, te necesitamos en la oficina mañana a
las 7:00”. Cojonudo. Lo apagó y de un golpe fue a parar al lado de las
llaves.
Buscó
en el bolsillo interior de su chaqueta y cogió la cartera de piel y, antes de
dejarla al lado del móvil, contempló lo abultada que estaba con tantas tarjetas
de plástico que había en su interior. La tarjeta de débito, la de crédito para
las urgencias, la tarjeta de puntos de la gasolinera, el pase del trabajo,
carnet de conducir, seguridad social, la tarjeta de familia numerosa… y otras
cuantas que no quiso repasar mentalmente. Esos trozos de plástico, y en
especial las tarjetas del banco, suponían una enorme carga en el día a día, una
constante lucha contra la cuenta corriente. Pero esta noche iban a dormir todas
juntas fuera de la casa.
A pesar
de que aún le quedaba por guardar la cartera que se encontraba en el suelo ya
se sentía mucho mejor, incluso una pequeña sonrisa empezaba a asomar por su boca.
Se agachó y recogió la cartera y la introdujo en el segundo estante. El portátil
con los archivos Excel de miles de celdas y los documentos con cientos de
páginas ocupaban por completo todo el segundo estante.
Se
acabó. Cerró la puerta del cajetín y buscó la llave de la puerta principal.
Mientras lo hacía le llegó un ligero olor a carne. La cena ya estaba lista. Y
eso le produjo tal satisfacción que empezó a cantar el estribillo de una
canción que había escuchado esa misma tarde en la radio. Al acercarse a la
puerta dejó de tapar la luz de una farola lejana que incidía directamente en la
puerta del cajetín y ahora se podía leer una palabra que estaba pintada en
negro: “Problemas”.
Finalmente
entró y en seguida apareció su mujer que, tras darle un beso, preguntó:
-¿Qué
tal fue el día?
-Bien, bien, aunque ahora empieza la mejor parte –contestó con una sonrisa.