Su
serie favorita era Flash, le encantaba la Fórmula 1 y los 100 metros lisos
(donde participaba su ídolo, Usain Bolt), por la noche se conformaba con dormir
5 horas y por supuesto nada de siesta. Le apasionaban las motos de gran
cilindrada, y cualquier canción que superase los 110 bpm. Le dieron el primer
beso a los 11 años y a los 13 ya estaba saliendo con su primera novia. Era el
más espabilado de la clase y el más rápido en Educación Física. Su primera
borrachera llegó a los 14, a los 15 ya se colaba en discotecas para mayores de
edad y probó la marihuana a los 16. Dejó el colegio nada más terminar la ESO y
empezó a viajar a todos los países que se podía permitir gracias a su trabajo
como modelo para anuncios. Se recorrió todos los festivales de música del país,
acudió a partidos de futbol y carreras de motociclismo y conoció todas las
playas del Mediterráneo montado en su moto. Su lema: vive rápido muere joven y
deja un bonito cadáver. A los 21 años había visitado más lugares y vivido más
experiencias que cualquier persona de su generación, ya no había prácticamente
nada que le faltase por vivir. Había estado en fiestas rodeado de famosos,
había hecho cientos de amistades de una sola noche y había cometido todos los
excesos que se podían cometer. Hasta que un día de lluvia su moto resbaló en
una curva mientras bajaba un puerto de montaña. Y su recuerdo, al igual que su
vida, desapareció de una manera fugaz.
viernes, 21 de septiembre de 2012
martes, 11 de septiembre de 2012
Manicomio
Avanzábamos
con la bandeja por el comedor mientras nos servían los platos de comida. A mi
izquierda estaba Germán, mi amigo desde la infancia, y a mi derecha se
encontraba el chico nuevo.
-
¿Sólo esto?, ¿no podrías llenarme el plato un poco más? – Preguntó el
chico nuevo al cocinero sin obtener respuesta alguna
-
Olvídate, es autista. En todos estos meses no hemos conseguido que
hable ni una sola vez – Le aclaré
Nos
sentamos los tres en la misma mesa y nos presentamos al recién llegado. Al
principio, cuando entramos Germán y yo en el Centro, teníamos un comedor
equipado con una gran televisión en la que nos ponían Los Simpson durante la
hora de la comida. Pero todo el ala este quedó inutilizada desde que uno de los
guardias provocó un incendio que arrasó por completo todas las plantas de ese
lado. Ahora nos encontrábamos en el comedor del ala oeste, que era mucho más
pequeño, y nos obligaba compartir las diminutas mesas que disponía. Durante la
comida nos contó cómo logró pasar desapercibido durante los últimos tiempos,
pero al final fue su hermano el que le descubrió y le entregó a las
autoridades.
Una vez
habíamos acabado de comer, nos dirigimos a dejar las bandejas. De camino se
acercó el guardia responsable del comedor y le propinó un puñetazo a nuestro
nuevo compañero de mesa. La fuerza del golpe provocó que se cayera de espaldas,
golpeando su cabeza con fuerza contra el suelo, quedando inconsciente al
instante.
-
¡Quién te ha dado permiso para mirarme así!, malditos cuerdos,
¡debería daros una lección a todos! – Gritaba enfurecido el guardia, que sufría
de algún trastorno que aún no habíamos logrado a descubrir.
Rápidamente
salimos de la sala, para evitar ser los próximos objetivos de su ira, y nos
dirigimos a las habitaciones. Sabíamos que cuando se daban estas situaciones lo
mejor era desaparecer hasta que se calmara la situación, algo que podía
conllevar horas. Aquella duró hasta la noche.
Las
cosas habían cambiado mucho en los últimos años, habían cambiado por completo.
Lo que empezó como una crisis económica acabó convirtiéndose en la mayor crisis
social que se conocía. La gente empezó a perder la esperanza y con ello la
confianza, hubo una depresión masiva y cada vez nos hundíamos más. Llegó un
momento en que los que éramos más fuertes mentalmente y habíamos conseguido
seguir adelante nos convertimos en minoría. Las oleadas de delincuencia se
sucedían una tras otra, el número de suicidios se disparó y el cuerpo de
policía disminuía de efectivos a medida que pasaban las semanas. Y se hizo el
caos. A partir de entonces éramos muy pocos los que quedábamos cuerdos y
empezamos a ser perseguidos. Los manicomios, que antes estaban llenos de
personas con problemas mentales, empezaron a llenarse de gente sana. De
personas que no sufríamos ningún trastorno. De lo que a partir de entonces
empezaron a llamar gente rara. Con el tiempo empezamos a aprender a
comportarnos como ellos, fingíamos tener problemas mentales, pero al final
siempre nos encontraban. No era difícil escapar de aquel manicomio, pero lo que
era realmente difícil era sobrevivir en lo que se había convertido el mundo. Y
ahí estábamos, encerrados en la habitación hasta quedarnos dormidos. Esperando
a que llegase el día siguiente y encontrarnos con que todo había sido un mal
sueño. Pero lo que nos despertó aquella vez fue un fuerte olor a humo.
-
Germán, Germán. Creo que está volviendo a pasar – Le decía a mi
compañero mientras le zarandeaba.
Fui a
abrir la puerta pero me encontré con que la habían cerrado por fuera, habían
echado la llave mientras dormíamos. Pegué la cabeza todo lo que puede al
pequeño cristal que había y pude ver las llamas en el pasillo. Estábamos
encerrados y nadie iría a rescatarnos. En poco tiempo la habitación se fue
llenando de humo a través de la abertura que quedaba debajo de la puerta,
provocándonos una tos continua. Las camisetas que pusimos en el suelo no era
suficiente para frenar la entrada del humo, y la ventana se encontraba cubierta
por una valla metálica que nos impedía romperla. Por supuesto tampoco se podía
abrir. Dándonos por vencidos nos sentamos en el suelo con la espalda apoyada en
la pared, conscientes de que era nuestro final. Por lo menos moriríamos sin
habernos vuelto locos. Empezaba a sentir que se me cerraban los párpados, en
poco tiempo estaría inconsciente. Durante mis últimos segundos de lucidez miré
a Germán y le dije una última cosa
-
¿En qué momento se volvió loco el mundo? – Pregunté
-
¿No lo estuvo siempre? - Contestó
lunes, 3 de septiembre de 2012
7:00 a.m.
Cierro la puerta despacio sin hacer ruido para no despertar
a mis padres que aún siguen dormidos. A pesar de que son las siete de la mañana
no hace frío, salgo en manga corta sin necesidad de coger algo de abrigo. Sigo
pasando desapercibido mientras al coche me dirijo, abro la puerta y arranco el
motor con un giro de llave. En la calle no hay nadie, parece ser que en verano
los martes la gente se levanta más tarde, levanto el embrague y piso el
acelerador para que el coche avance. Disfruto de la soledad de la conducción
pensando en la discusión de anoche con mis padres en la cena, en la que volaron
platos y acabé encerrándome en mi habitación pasando la noche entera al
ordenador. Agoté los cartuchos de tinta con la impresión de un mapa que ahora
sigo con precaución, maldiciendo a mis padres por su constante indiferencia y
falta de atención. Después de hora y media llegué a mi destino, me encuentro en
medio de una arboleda por la que camino sin rumbo fijo, ascendiendo por el
monte mientras grito. Desato mi rabia contra un pino, descargándole golpes con
un palo que encontré en medio del camino. Una vez roto cojo otro y luego otro,
hasta que las palmas de mis manos se vuelven de color rojo. Recojo todos los
trozos y los amontono al lado de un tronco, formando un montón. Saco de mi
mochila el bidón de gasolina y lo derramo de abajo a arriba hasta que toda la
madera parece humedecida. Como había visto mil veces en las películas saco mi
Zippo y provoco la chispa, lo lanzo a la pila y enseguida la llama aparece para
empequeñecerme las pupilas. Inmóvil miro el fuego crecer, desapareciendo el
odio y dando lugar, ahora sí, a una inigualable sensación de placer.
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