Cierro la puerta despacio sin hacer ruido para no despertar
a mis padres que aún siguen dormidos. A pesar de que son las siete de la mañana
no hace frío, salgo en manga corta sin necesidad de coger algo de abrigo. Sigo
pasando desapercibido mientras al coche me dirijo, abro la puerta y arranco el
motor con un giro de llave. En la calle no hay nadie, parece ser que en verano
los martes la gente se levanta más tarde, levanto el embrague y piso el
acelerador para que el coche avance. Disfruto de la soledad de la conducción
pensando en la discusión de anoche con mis padres en la cena, en la que volaron
platos y acabé encerrándome en mi habitación pasando la noche entera al
ordenador. Agoté los cartuchos de tinta con la impresión de un mapa que ahora
sigo con precaución, maldiciendo a mis padres por su constante indiferencia y
falta de atención. Después de hora y media llegué a mi destino, me encuentro en
medio de una arboleda por la que camino sin rumbo fijo, ascendiendo por el
monte mientras grito. Desato mi rabia contra un pino, descargándole golpes con
un palo que encontré en medio del camino. Una vez roto cojo otro y luego otro,
hasta que las palmas de mis manos se vuelven de color rojo. Recojo todos los
trozos y los amontono al lado de un tronco, formando un montón. Saco de mi
mochila el bidón de gasolina y lo derramo de abajo a arriba hasta que toda la
madera parece humedecida. Como había visto mil veces en las películas saco mi
Zippo y provoco la chispa, lo lanzo a la pila y enseguida la llama aparece para
empequeñecerme las pupilas. Inmóvil miro el fuego crecer, desapareciendo el
odio y dando lugar, ahora sí, a una inigualable sensación de placer.
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